Madrid-Dakar

Guardo con un cariño especial un recuerdo de cuando era pequeño. En enero, por las noches, cuando estaba helando en la calle y yo estaba calentito en casa, disfrutando del final de las vacaciones de Navidad, me gustaba ver por la tele el rally París-Dakar. Lo echaban por La 2, entonces una cadena de noches intimistas, en la que Lorenzo Milá te contaba las noticias que no daban en los otros informativos como te las contaría un invitado sentado a tu mesa después de cenar ante la chimenea. Yo acentuaba esa sensación metiéndome solo en la habitación de mis hermanas Susana y Mónica, donde tenían una pequeña tele de esas que hace años que no existen; su habitación estaba al final del pasillo, al otro extremo de la casa con respecto al salón, donde quizá estaban mis padres y mi abuela jugando a las cartas, o mis hermanas mirando la tele grande. Yo me recluía en mi pedacito de intimidad, mirando embobado las imágenes de las ágiles motos, los potentes coches y los poderosos y espectaculares camiones saltando sobre las dunas del Sáhara. Y luego veía el campamento, por la noche, bajo el cielo estrellado del desierto, donde periodistas y pilotos hacían el resumen de la jornada reunidos alrededor de una hoguera, que los iluminaba con la misma calidez con la que la pantalla del pequeño televisor alumbraba mi rostro embelesado en la oscuridad. Y yo soñaba con vivir algún día aventuras parecidas, atravesando el desierto, compartiendo el descanso bajo las jaimas con mis compañeros de viaje, disfrutando de la competición a lomos de aquellas veloces máquinas. Poco me podía imaginar en aquellos momentos que un día, veinte años después, yo también atravesaría el Sáhara, no sobre las dunas, sino por una larguísima carretera de asfalto, y no pilotando una moto o un camión, sino una bellísima bicicleta. Sobre todo no me imaginaría que lo haría en bici, porque, también por aquellas fechas, me habían regalado una bici, y la había dejado de usar tras mi primera caída. No volví a tener una bici hasta que hace cinco años me compré a mi querida Gau, que hoy espera pacientemente en Madrid, esa ciudad que tan bien conocen sus ruedas, a que mis manos vuelvan a acariciar su manillar. Y hoy se junta todo, sueños infantiles, hambre de aventura y tardío amor por las bicicletas en este viaje, este particular Madrid-Dakar cuya penúltima etapa concluí ayer al llegar a la capital de África del Oeste.

Mi última noche en Saint Louis, después de escribir el post anterior a este, fui a despedirme de Victor y Abdou. Les di un par de colgantes que había comprado a un artesano, aunque aquí probablemente no valgan mucho, pero era por tener un detalle, y lo agradecieron. Al final, antes de volverme al hotel para prepararme, Abdou me dice «queríamos pedirte algo». Me cuentan que están organizando un torneo de fútbol para niños esta semana y que les faltan quince euros. Al final, estos también.

A la mañana siguiente me despedí de Jay, que me había tratado muy bien –todo lo bien que pudo con los jaleos que tuvo el fin de semana– y me puse en marcha. Cogí la carretera de Dakar y salí pronto de la ciudad. El paisaje pronto me recordó al del sur de Mauritania, con el suelo de arena y las acacias dominando la vegetación, solo que aquí los árboles son más abundantes. De pronto, veo algo de pasada sentado bajo un árbol; doy media vuelta y me acerco para verlo mejor. Es un mono, no estoy seguro de qué especie, quizá un babuino o un mono rojo. No lo termino de ver bien por la distancia y la sombra del árbol, pero no me acerco más por prudencia; no sé cómo reaccionará ante un humano y desde donde estoy puedo ver que tiene suficiente tamaño para darme problemas si se pone agresivo. No es lo único interesante que he visto en cuanto animales. Lo mejor son las aves. Hay un par de especies que veo frecuentemente, cuyas alas tienen un fuerte brillo metálico; una es de un azul precioso, y la otra tiene el vientre de cobre y las alas de mar bajo el sol tropical al aterdecer. He visto un pájaro de alas blancas con un reborde azul índigo, el mismo color que el resto de su cuerpo, y otro muy curioso y muy común aquí, de plumas blancas y negras, cola larga y un hermoso pico naranja, largo y muy curvado. Y águilas, en cantidades que me resultan absurdas, acostumbrado como estoy a ver en las carreteras españolas una aquí, un busardo ratonero algunos kilómetros más allá… Aquí hay lugares donde se cuentan por decenas en el cielo. Una de ellas baja en picado junto a la carretera mientras estoy parado, descansando, y la veo alzar el vuelo con una rata revolviéndose entre sus garras. Menos bonitos son los buitres, que se amontonan en torno a un burro o una cabra muertos junto a la carretera, y que me hacen cambiar de carril para esquivarlos; impresiona bastante pasar junto un grupo grande de bichos carnívoros de ese tamaño, con esos picos y garras, por más que sepas que son carroñeros y no es probable que te hagan nada (al menos mientras sigas en pie y moviéndote).

El primer día de pedaleo me lleva hasta Louga, la capital de la región vecina a Saint Louis. Cuando pregunto por algún albergue, me mandan a uno a las afueras de la ciudad. Descubro así un recinto construido en el 2007 con ayuda internacional, especialmente de la provincia belga de Namur. Es un espacio muy agradable, con cinco grandes chozas de piedra techadas con paja, que albergan bonitas habitaciones, y también un museo de percusión. Hay un pequeño huerto de lechugas, muy bien cuidado, y muchas plantas etiquetadas con su nombre en francés y en científico. Todo esto forma parte de las acciones que se realizan en torno al Fesfop, un festival de música que articula la estrategia de Louga para implantar un turismo responsable que ayude a su desarrollo. Al verlo tan bien cuidado no he podido evitar acordarme del museo de los parques naturales de Saint Louis. Este se montó con ayuda alemana, de Düsseldorf, y ahora está en un estado de bastante abandono, con sus paneles cubiertos de polvo, algunos rotos e ilegibles, las fotos con los colores desvaídos… El contraste me hace pensar en la forma de ayudar en los países en desarrollo, lo importante que es pararse a pensar «esto que quiero montar aquí, ¿es relevante para la población local, van a mantenerlo, hay recursos para mantenerlo? ¿O lo quiero montar porque me parece bonito, a mis ojos de occidental, pero en cuanto no esté yo se va a desmoronar o lo van a vender a piezas para comer?». No digo que sea eso lo que pasa con el museo que ayudaron a montar los alemanes, que no tengo ni idea de su historia; solo que me recuerda a una conversación que tuve con una wwoofer francesa en La Prada. Ella estudiaba el concepto de tecnología intermedia, que, según me explicó, consiste en buscar soluciones a los problemas de desarrollo basadas en tecnologías que se puedan construir, operar y mantener con recursos locales, en lugar de traer soluciones occidentales que exigen importar continuamente técnicos y materiales del mundo desarrollado, lo que perpetúa la dependencia. Y después de soltaros mi tostón ideológico sobre cómo ayudar a África, sigo con el viaje, que es lo que habíais venido a leer aquí.

En el albergue me recibe un hombre de barba y pelo blancos que dice llamarse Baye Fall (cosa que me sorprende, pues es el nombre de una secta sufí). Tras instalarme, me invita a sentarme con él a la sombra a descansar, bajo un toldo de tela sujeto por postes de madera. Con nosotros está su hijo, un chico de veintipocos, que me dicen que es mecánico. Por lo que veo, también ejerce de podólogo, porque mientras hablamos le arregla a su padre las uñas de los pies con una cuchilla parecida a las de afeitar antiguas, de esas de maquinilla de una sola hoja. Me enseñan algo de wolof básico, hablamos de nuestros respectivos países. «España está muy bien, allí tenéis de todo», dice el viejo. «En Senegal también se está bien», apunta el hijo, y su padre le responde gruñón «¿qué dices? Si aquí no hay nada». Poco después me voy a buscar el centro de la ciudad, y dejo al hombre sentado a la sombra, rezando con su rosario.

Tras andar un tramo por la carretera, enfilo una larguísima avenida que parece dirigirse al centro. Es muy ancha y está flanqueada de casas y chalets, y de vez en cuando un hotel con su restaurante o algún instituto privado. Me parece que entrado por la zona rica de la ciudad. Aun así, sigo caminando sobre arena la mayor parte del tiempo. Entro en un ciber para leer y responder a vuestros mensajes, y cuando salgo, ya ha anochecido. Pregunto por algún sitio para cenar, y me envían a un fast food. Mientras callejeo siguiendo las indicaciones, compruebo que el alumbrado público parece limitado casi exclusivamente a la avenida principal. Por un lado, esto me deja ver un cielo con más estrellas que en cualquier ciudad española de este tamaño, pero por otro, apenas puedo ver el suelo que piso. Me sorprende esto y el no ver ni un solo edificio de más de dos pisos, en una ciudad que es capital regional. También es cierto que lo que veo (o intuyo en la oscuridad) es solo una pequeña parte de una ciudad bastante extensa. Encuentro pocas tiendas y locales, la mayoría cerrados, lo que me haría pensar que es un lugar bastante muerto tras la puesta del sol si no fuera porque me cruzo con mucha gente que charla animadamente en la calle. A diferencia de Saint Louis, aquí nadie me hace mucho caso (más allá de alguna mirada sorprendida o extrañada) ni me abordan por la calle, salvo un par de los numerosos chavales que trabajan como «mototaxistas», que te llevan en su moto por trescientos francos. Encuentro el fast food y pido una fataya, una especie de empanadilla gorda y rellena de carne, ensalada, huevo y queso. La pido con patatas fritas, y me la sirven con patatas fritas… dentro de la empanadilla. Después de cenar vuelvo al albergue. Por el camino, me asombra ver un enorme edificio, con un frontón triangular sostenido por columnas de diez metros. Desentona con la modestia del resto de construcciones, pero no puedo ver lo que es hasta que estoy justo delante; el letrero reza «Palais de Justice de la Région de Louga».

Al día siguiente, sigo atravesando pueblos donde los niños me gritan «¡Tubaap! ¡Tubaap!» o «donne-moi un cadeau» o directamente «l’argent» («dinero»). Alguno se enfada cuando no me detengo, y de uno me llevo una pedrada de recuerdo, que por suerte se estrelló inofensiva contra una alforja, aunque la sentí rozar mi tobillo y partes más delicadas de Safír. Lo más curioso es que precisamente ese niño lanzó la piedra antes de pedir el «cadeau».

De vez en cuando paso por una pequeña ciudad que se alarga siguiendo el trazado de la carretera. Son lugares bulliciosos y llenos de color, un estímulo y una alegría para mis sentidos tras el desierto de Mauritania. Los mercados, los pequeños restaurantes, los puestos repletos de fruta me hacen decidirme a dejar de llevar tantas provisiones encima, una costumbre que todavía no me había quitado tras encontrarla tan útil en el Sáhara. Después de una de estas ciudades, Mékhé, entro en el bosque de Pir Gourey. Pese a que la densidad de árboles no para de aumentar, a mí no me parece un verdadero bosque, con su suelo arenoso y desprovisto de vegetación, aunque supongo que eso también se debe a que estamos al final de la estación seca y aquí probablemente lleva seis meses sin llover. Empiezo a ver baobabs, al principio pequeños y dispersos, pero según voy avanzando hacia el sur son más numerosos e imponentes. Estos árboles no llegan a ser muy altos, pero desarrollan unos troncos enormes que dejan pequeños a robles y tejos milenarios que he visto en España. Me detengo a admirar uno que tiene un tronco especialmente intersante, en forma de prisma triangular. Cada uno de sus tres lados mide más de dos metros de ancho, y ponerse delante es como plantarse ante una pared. Me recuerdan inevitablemente a El Principito de Sain-Exupéry y sus dibujos.

En el centro del bosque está el pueblo de Pir, que le da nombre. Allí pregunto a una chica por un lugar para comer, esperando que me diga «sí, al final de esa calle tienes el restaurante», pero en lugar de eso me hace pasar a su casa. Entro por una pequeña puerta en un muro que da a un patio de arena, rodeado por varias casas. En el patio hay dos áreas de sombra, una bajo la enorme copa de un árbol, otra bajo un tejado de lona y hojas de palmera sujeto por postes de hierro y vigas de madera. Me invitan a sentarme en este último espacio, donde una mujer grande y con pinta de matriarca descansa sobre una gran estera mientras una mujer joven la peina, repartiendo su pelo en finas trencitas pegadas a la cabeza. Con ellas hay otras tres chicas y un puñado de niños. Dos de las mujeres jóvenes son las únicas que hablan un poquito de francés y hablan conmigo y me traducen lo que dice la mujer mayor, que parece ser la autoridad aquí. No hay ningún hombre, supongo que estarán trabajando en el campo. Una de las chicas me trae una olla llena de arroz, un pescado entero y varias verduras, y me da una cuchara para comer directamente de la olla. Tras saciarme, me relajo sobre la curiosa silla de madera, que tiene un asiento pequeño y un respaldo grande perpendiculares entre sí… y formando cada uno un ángulo de cuarenta y cinco grados con el suelo. No es fácil encontrar una postura cómoda, pero me quedo un rato. Al otro lado del patio, en la sombra del árbol, hay un muchacho tumbado a la sombra. Una mujer, que parece ser otra de las mayores, de las «matriarcas» de la familia, lo está abroncando por algo mientras lo amenaza con un palo. El chico se levanta y se aleja unos metros. Poco después llegan al lugar otro chico joven, que parece amigo del primero, y un hombre muy mayor con vestido tradicional; no sé muy bien que está pasando, pero tras intercambiar saludos y unas palabras con las mujeres, el anciano se une visiblemente indignado a la bronca contra los muchachos. La mujer vuelve a la carga, tras cambiar el palo por una fusta de las que usan para azuzar a los burros y caballos que tiran de sus carros. Finalmente, los dos chicos se marchan con una sonrisa burlona, la típica mueca condescendiente del joven que cree saberlo todo y desprecia la autoridad de los mayores. Mientras, en mi lado del patio, la mujer al mando ya está peinada y desaparece en el interior de una vivienda, dejándome con las mujeres jóvenes. Yo pienso que ya es hora de continuar, pero dudo si ofrecerles algo de dinero; yo iba buscando un restaurante y podría pagarles lo que iba a gastarme, pero me pregunto si será un insulto a su hospitalidad. Finalmente les doy un billete y me miran extrañadas: «no hace falta, no pasa nada». Yo me quedo un poco pillado y digo «bueno, es para decir ‘gracias'». Su cara de extrañeza desaparece y aceptan el intercambio, antes de despedirme.

Tras seguir rodando unas horas por las agradables y llanas carreteras senegalesas, llego a una zona con más trafico, que me hace rodar menos a gusto. Estoy entrando en el triángulo formado por Dakar, Thiès y Mbour, tres grandes ciudades que forman la «cabeza de puente» del desarrollo económico del país, a decir de algunos carteles institucionales que he visto. La primera de esas ciudades a la que llego es Thiès. Entro por una amplia avenida llena de árboles, pero pronto me meto por las calles llenas de arena para buscar un hotel. Acabo en una zona de mercado, navegando con Safír entre tiendas y puestos, esquivando taxis, carretas y caballos. Tras preguntar, me mandan a un albergue al final de una calle que sale de la ciudad. Por el camino, unas chicas a las que pregunto me dicen «sí, allí al final hay un albergue, pero en esa otra calle también alquilan habitaciones». Cuando llego al albergue, encuentro un muro con un cartel que dice «su oasis de paz, verdor y tranquilidad». Llamo a la puerta cerrada, y la entreabre un hombre.
–Hola, ¿hay habitaciones?
–Sí.
–¿Cuánto cuesta pasar la noche?
–Ocho mil francos.
–Bien, de acuerdo…
No se aparta de la puerta. Hago ademán de entrar y no me deja:
–Para pasar la noche, es a partir de las once.
–¿No puedo entrar ahora?
–No, ahora está completo.
–Pero, ¿no había habitaciones libres?
–Ahora no. Vuelva a las once.
Y me cierra la puerta en las narices. Vaya un sitio raro. No voy a estar deambulando con Safír cargado hasta arriba por la ciudad hasta las once, cuando a esa hora suelo estar ya acostado, así que pruebo suerte por la callejuela que me habían dicho las chicas. Pregunto al primer hombre que pasa, pero parece extrañado; no le suena que ahí alquilen habitaciones; sin embargo, un enjambre de niños curiosos que se ha formado a mi alrededor pían «¡sí, sí, ven por aquí!» y me llevan hasta una casa. Hacen salir a una mujer a la que pregunto, y por su respuesta entiendo que ahí no alquilan nada, que ahí vive ella con su familia y punto. Le pregunto si conoce algún albergue o un hotel que no sea caro, y, tras mirarme y pensar un momento, me hace pasar y me dice que debemos esperar a su hermano, que es el hombre de la casa. Cuando este llega, habla un momento con la mujer y me dice que puedo dormir en su habitación; él se pasará a otra más pequeña. La mujer, que se presenta como Marie Mbou, me ofrece prepararme unos espaguetis con tortilla para cenar, que acepto agradecido. La casa familiar, como otras que he visto, parece estructurada en torno a un patio de arena con un árbol en medio. A su alrededor hay varias habitaciones independientes, con una puerta que da al patio y ninguna otra conexión con el resto de la casa; una de ellas, bastante grande, es la que nos dejan a Safír y a mí esta noche. En un extremo del patio está la letrina, y al contrario, la parte más grande de la casa, con la cocina, una pequeña sala donde apenas caben tres sillas y una tele, y lo que intuyo son las habitaciones de Marie Mbou; su hermana, que vive con ellos, y su hijo Philippe, ya un hombre joven. De este último, que mira un rato la tele conmigo (un trozo del Rayo Vallecano-Real Madrid), me dice algo que me llama mucho la atención: es católico, mientras que el resto de la familia es musulmana. Otro detalle, más tonto: en un momento de la tarde, cuando voy a entrar en la casa, me cruzo con la hermana de Marie, que está a medio cambiarse; yo me lo tomo con naturalidad, pero lo que me choca, estando en casa de una familia musulmana en un país de mayoría musulmana, es que ellas también, aunque supongo que esto no es más que un accidente poco habitual. Ninguna hace ningún comentario ni aspaviento, y yo me digo «igualito que en los países árabes, me pregunto qué habría pasado allí, suponiendo que un descuido así fuese siquiera posible». Poco después, tras dar buena cuenta de la cena, Marie me pregunta por el día siguiente. Me dice que ella se irá a trabajar al hospital a las siete; le digo que me parece bien, que saldré a la vez que ella. Por la mañana, me da un vaso de leche para desayunar («no hay pan hasta las nueve», se excusa). Al despedirme, vuelvo a tener la misma duda que el día anterior con el dinero: como he entrado en la casa preguntando por alquiler de habitaciones, no sé si me han invitado o he alquilado la habitación. La conversación la noche anterior tampoco fue clara al respecto, así que le pregunto directamente si debo pagarla. «No hace falta», me dice, «como quieras». Sí que quiero, y saco cuatro mil francos (seis euros) de la cartera. «¡No, no, eso es mucho! Dame solo un billete de mil». «Esto no lo hacemos por dinero», continúa Marie, «lo hacemos por Dios. Hoy estás tu aquí, pero mañana puedo ser yo la que necesite ayuda». Vuelvo a agradecerle efusivamente su hospitalidad, y salgo hacia Dakar.

La etapa Thiès-Dakar es, en principio, una jornada corta, de menos de setenta kilómetros. Pero la entrada a la gran ciudad se me hace eternamente larga. Paso por zonas industriales, feas y polvorientas, donde el viento llena el aire de arena y me reseca la boca. La carretera tiene ahora dos carriles para cada sentido, y, por suerte y por primera vez desde hace muchísimo tiempo, un arcén transitable (aunque deja de serlo a ratos). Hay mucho tráfico, y empiezo a cogerle manía a los conductores de los pequeños autobuses, que me parecen poco respetuosos, y no solo conmigo: en un par de ocasiones algún camionero tiene que meter un frenazo y una buena pitada para no arrollarlos al incorporarse a la circulación. En una zona atascada se cambian las tornas, y ahora soy yo quien va adelantando a todo el mundo, hasta que, de pronto, justo delante de mí, se abre la puerta de un taxi y salen dos hombres que pelean rabiosos, a brazo partido, sobre la calzada. Nadie interviene, y de pronto, sin saber por qué, los dos hombres se ríen a carcajada limpia, como si hubiesen agotado toda la rabia y la tensión y la pelea solo fuera una broma; pero la cara que tenían antes no era de pelear en broma. No os puedo contar como acaba la historia porque en ese momento sonó mi teléfono, yo salí de la carretera para hablar, y cuando terminé y volví a mirar, no había ni rastro de los dos hombres.

Yo continué avanzando por una carretera que parecía no acabar nunca. Cada poco iba preguntando por el centro de Dakar, para ir en busca de las embajadas y solucionar los asuntos de papeleo cuanto antes. Pero las indicaciones que me daban me hicieron dar una inmensa vuelta. Para que os hagáis una idea: imaginad que el centro de Dakar es Madrid, y que estáis en Segovia. Preguntáis por Madrid, y os mandan por una carretera hasta Ávila. Allí volvéis a preguntar, y os envían a Toledo. Y de ahí a Cuenca, a Guadalajara, y, finalmente, Madrid. Cuando por fin llego al centro, las embajadas están cerradas, y yo, hambriento. La nota positiva es que la gran vuelta me ha hecho pasar por toda la costa de Dakar, donde he podido admirar la gigantesca estatua «El Renacimiento africano», una obra faraónica de más de cincuenta metros de altura, que representa a un hombre, una mujer y un niño mirando hacia el cielo. La escultura se alza sobre uno de los dos promontorios volcánicos conocidos como «les Mamelles» (las mamas, en francés) que ocupan el extremo de la península sobre la que está construida Dakar; sobre el otro monte hay un gran faro que anuncia a los barcos que vienen del oeste su llegada a África.

Tras el largo paseo, decido buscar donde pasar la noche. El dueño de la finca de Casamance donde voy a hacer el voluntariado me ha dado el teléfono de su hermano Suleiman, que vive aquí, y decido llamarle. En la carretera donde estoy es imposible, por el ruido, así que me meto por una calle lateral. Acierto con el barrio de los carpinteros, que trabajan en plena calle: sierras, cepillos, martillos… todos los ruidos que quieras. Me asomo por otra calle, y veo que da a una avenida llena de tráfico. Continúo por otro lado y me encuentro con niños que juegan, con música a todo trapo… mi primera impresión de Dakar es que es una ciudad que ha desterrado el silencio. Cuando por fin encuentro un rincón relativamente tranquilo, me siento en la acera para llamar a Suleiman. Mientras lo hago se me acerca un niño de cuatro o cinco años, con una camiseta roja, la nariz llena de mocos y los ojos abiertos de par en par; me da la mano y se va por donde ha venido. Suleiman me coge el teléfono y me dice que vaya a su barrio. «Tienes que preguntar por la rotonda de» BEEEEEEEEEEE. «Perdona, no te he entendido, es que hay una cabra balándome en la oreja». Sí, la cabra estaba atada al otro lado del árbol junto al que me he sentado, y al llegar no la he visto porque me la ocultaba el tronco. «Que preguntes» BEEEEEEEEEEE «Libertad Seis». «¿Que pregunte por la rotonda de Libertad Seis?». «Sí, yo te voy a buscar allí». Libertad 6 es el nombre de un distrito a las afueras de Dakar, junto a la carretera por la que he entrado yo. Por suerte, esta vez me dan mejores indicaciones, y cojo el camino directo de Madrid hacia Segovia, por seguir con el símil de antes.

La rotonda es un lugar lleno de gente. He quedado con Suleiman junto a una gasolinera de Total. Frente a mí hay vendedores callejeros; a un lado, una vendedora de grandes morteros de madera, y a su lado, otro vendedor ha convertido un rectángulo de sesenta o setenta metros cuadrados en un verdadero campo de zapatillas deportivas. *tono irónico* Vaya, he quedado con un tipo que no conozco en un sitio a reventar de gente y no le he dicho cómo reconocerme *fin del tono irónico*

Suleiman llega conduciendo un taxi pequeñito, de un pálido color amarillo limón. Tiene veintinueve años, se rapa el pelo, como es frecuente aquí, tiene los rasgos suaves, con la punta de la nariz algo aguileña, lleva un poco de perilla y tiene unas pequeñas cicatrices en la mejilla derecha. Va con gafas de sol, una camisa negra de manga corta, vaqueros y deportivas chillonas que hacen juego con su taxi. Me saluda amablemente, con una simpatía tranquila pero sin mucha efusividad. Me explica que tiene que ir a casa de un amigo a dejar el taxi, que yo puedo seguirle y luego vamos a su casa. Cuando deja el coche en casa de su amigo, este le presta su bici para que nos vayamos juntos a su casa. Esta se encuentra en una plaza, un cuadrado de arena al que llegamos empujando con dificultad las bicis sobre calles de arena. Entramos en el edificio a través de un patio oscuro. BEEEEEEEEEE. En un rincón del patio hay un redil con varias ovejas dentro. Son del propetario del edificio, que alquila una habitación a Suleiman y a su primo. Y la habitación está justo enfrente del corral de las ovejas. Mi anfitrión saca una llave del bolsillo y abre una puerta metálica. Al otro lado, una habitación con dos camas, un armario, una mesa con una silla, un par de cajoneras pequeñas y un pequeño caos ordenado de objetos. Me da la impresión de un desorden controlado, donde el espacio necesario se mantiene libre para moverse con comodidad y donde los habitantes saben encontrar fácilmente lo que buscan. Además parece que la mantienen bastante limpia. Una bombona de gas, una escoba, una máquina de hacer palomitas, un artilugio de esos de hacer flexiones (un ejercicio para el que en realidad solo hace falta tener brazos), libros y revistas… Desde una fotografía en blanco y negro nos mira una mujer joven, con el pelo muy corto, adornada con dos sencillos aros en las orejas, una cara que habla de dulzura y una mirada que transmite fuerza. Le pregunto a Suleiman quién es. «Es mi madre, cuando era más joven. Cuando vayas a Casamance con mi hermano la verás, ella aún vive allí». «Era muy guapa». «Gracias».

Suleiman me ofrece una de las camas para dormir. «¿Y tu primo y tú?», me dice que no importa, que no me preocupe, pero yo me niego a dormir a mis anchas mientras ellos se apretujan en la otra cama, y monto mi catre con el colchón hinchable y la estera en el suelo. Suleiman me dice que si me calienta agua para ducharme. No hay agua corriente en el edificio, así que coge agua de unos grandes bidones que almacenan en el patio y me la calienta en el hornillo de gas. Pero se termina el gas, y parece que mi primera «ducha africana» va a ser con agua fría. Mi amigo me da un cubo grande lleno de agua, un cubo pequeño y me indica dónde está la letrina. Después de ducharme y lavar mi ropa, nos vamos a devolverle la bici a su amigo. Por el camino charlamos un rato. Trabaja diez horas al día con el taxi, y a parte «vende cosas» para sacarse un dinero extra. Estudió Logística y Transportes, pero ahora está bien así y no se plantea dejar el taxi si no aparece un buen trabajo. Come siempre fuera de casa («la vida del soltero»), donde solo para para dormir, porque allí no tiene nada que hacer. Su tiempo libre lo pasa en casa del amigo al que vamos a ver ahora. Ahora le toca a él preguntar:
–¿Estás casado?
–No.
–¿Y por qué no?
–Porque no… tengo una novia…
–¿Y a qué esperas para casarte con ella?
–No pensamos casarnos.
–¿Por qué no?
–¿Y por qué sí?
–¡Pues para tener hijos!–exclama como si fuera lo más obvio del mundo. Yo no le digo lo que es lo único realmente necesario para tener hijos, pero tras un rato de silencio le devuelvo las preguntas:
–¿Y tú a qué esperas para casarte?
–A tener una buena situación financiera.
–¿Y conoces a la mujer con la que te gustaría casarte?
–No, todavía no. Tengo una novia, pero no voy a casarme con ella.
–¿Por qué no?
–Es complicado. Ella es algo mayor que yo, y es católica, y yo, musulmán. Además, es muy próxima a mi familia, es algo así como mi tía…
–¿Como tu tía?
–Sí, yo tengo un hermano solo de padre. Pues bien, su madre tiene una hermana, y esa hermana es la mujer con la que salgo.
Vale, le concedo que es algo complicado, aunque el embrollo familiar me recuerda no sé a qué…

Cuando llegamos a casa de su amigo, guarda la bici que ha venido a devolverle, una buena bici de montaña que quiere vender por cien mil francos, es decir, ciento cincuenta euros. Entramos en la habitación, donde suena reaggae. Tras un rato de charla de la que me veo excluido, porque tiene lugar en wolof, subimos a la terraza, donde los dos amigos se fuman un par de porros de marihuana. Después se despiden, Suleiman y yo recogemos su taxi y volvemos a su casa, con una parada para cenar un par de hamburgesas. Cuando llegamos a su hogar, su primo está en la cama, estudiando. Yo estoy muy cansado para más conversación, así que pronto estoy acostado. Suleiman se duerme escuchando la radio, que se queda encendida en su regazo hasta que se despierta en mitad de la noche y la apaga…

Esta mañana nos hemos levantado temprano. He contratado a Suleiman como taxista particular (bueno, en realidad se ha ofrecido él y yo he aceptado) para que me lleve a las embajadas a solucionar mis papeleos. Entre eso, escribir el blog y pasear por un mercado de calles estrechísimas y resguardadas del sol por tejadillos de cañas que me ha recordado a una versión pequeñita de los zocos de Marrakesh, se me ha ido el día de hoy. Estaré aquí hasta el lunes, cuando tengo que recoger mi visado para Gambia, y después emprenderé el último tramo, la carretera hasta Casamance, que me han presentado como un paraíso de verdor con un calor infernal. Y voy a poder asistir al inicio de la estación de lluvias, que a veces consiste en fuertes chaparrones todos y cada uno de los días de esa estación. Pero esa es otra historia que iré contando a lo largo de las próximas semanas.

20 comentarios en “Madrid-Dakar

  1. carmen dijo:

    Hola corazón ,cuanto me gusta que sea tan extensa tu novela ya que eso me parece que estoy leyendo con tantos personajes variopintos estas viviendo, no una ,sino un millón de aventuras a cual mas atrayente ,fíjate que te hace evocar tu niñez y todo ,lastima que no sea temporada de las carreras de coches y motos por allí lo hubieras disfrutado un monton espero que sigas encontrando gente buena y que te guste que yo creo que si.Oyes no vale el teléfono que tenias ?te he llamado y no contacto contigo;Bueno rey como siempre recibe todo mi cariño y un monton de besos.TE QIERO

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    • Hola, es bueno vivir muchas aventuras distintas con muchos personajes, así se puede aprender algo de cada uno. Y bueno, lo de las carreras da igual, ahora ya no me gustan como cuando era pequeño. El teléfono es el mismo con el que te llamé cuando llegué a Senegal, pero si no tienes el número, se lo puedes pedir a Víctor, que he hablado con él y sí que lo tiene.
      Muchos besos

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  2. carmen dijo:

    hola iban soy sara
    me alegro mucho de que te guste todo lo que ves pero cuidado con las piedras que te tiran jajajajajajaja gracias por compartir esos momentos tan especialoes con nosotros
    besosssssssss

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  3. Yolanda dijo:

    Salamalekum, nangadef?

    Tengo un hermano novelista!! Me encanta tu estilo y la manera que tienes de contar las cosas. Además se ve que últimamente estás mas animado, por ese toque de humor con el que escribes de vez en cuando y que nos arranca una carcajada. Casi nos imaginamos pasando al lado de grupos de buitres en la carretera (qué impresión, no?) o paseando por las ciudades por las que pasas oyendo wolof por todas partes.

    Y qué tierno, me has hecho recordarte de pequeñajo y me han dado ganas de tener poderes mágicos para poder echar marcha atrás en el tiempo y darte unos achuchones de los buenos.

    Me ha llamado la atención el comentario del hijo de Baye Fall, tan conformista, cuando hay gente que arriesga su vida y la de su familia por salir de allí en busca de mejores expectativas. Hace poco salió una noticia sobre la detención por error de Mamadou Dia, un joven escritor y cooperante senegalés (de Gandiol) que se encontraba en Madrid para dar una conferencia en la Universidad Complutense. La noticia incluía un vídeo de una entrevista que le hicieron en televisión en la que, entre otras cosas, cuenta la experiencia de su travesía en cayuco hace nueve años para llegar a España y te pone un poco los pelos de punta. El caso es que era de una familia de pescadores y no andaban mal, de hecho él estudió una carrera allí, así que no puedo ni imaginar cómo lo estarán pasando los más desfavorecidos. Escribió “3052. persiguiendo un sueño” y con los beneficios fundó una ONG que trabaja con niños (ONG Hahatay). Cuenta que las cosas siguen igual por Senegal y que no ha mejorado nada desde que se fue, así que ahí está, aportando su granito de arena…

    Ah! Ten cuidado cuando vayas por ahí con Suleiman, por lo que leo en Senegal se han puesto muy duros con el tema de las drogas, no se si se refieren a las más duras o a todas en general, por si acaso se cauto, ya se que tú no consumes en absoluto, solo advertirte que la tenencia y consumo aunque sean pequeñas cantidades están penados con meses de cárcel, y si va a ser tu acompañante estos días…cuidadín.

    Ya no te queda nada!!!!!! Vamoooooooooooosssss!!!!! Que llegas!!!!!!!!!!!!!!

    Ba beneen, o, como también dicen por allí BEEEEEEEEEE
    Dama la nob

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    • Alekum salam, nanga def

      Ya te pasaré el borrador de la novela para que me ayudes a corregirlo, a ver si sigue entusiasmándote tanto :p
      El comentario del chaval no sé si era conformismo, o que realmente apreciaba lo poco que tiene aquí. No todo el mundo está igual de mal, por mucho que la pobreza esté tan extendida, y hay gente más afortunada o que ha sabido montárselo mejor para aprovechar las pocas oportunidades que pueda tener. Y también hay gente conformista, que no conoce otra cosa, o que está desesperada por ir a Europa, como pude ver entre algunos que esperaban ante la embajada española para obtener papeles con los que viajar.
      En fin, una semanita más de bici, y empieza otra forma de viaje, de la que espero aprender más sobre la gente de aquí y su vivir…
      Yo también te quiero
      Un BEEEEEEEEEEEEEso ;)

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  4. Paco dijo:

    He estado mirando el Fesfop de Louga y tiene muy buena pinta, parece que estas mas descansado estos días y listo para seguir rodando, espero que no te cojan las lluvias a tope pues suelen ser fuertes y no creo que entre el agua y los caminos ayuden a pedalear. un abrazo y suerte

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    • Sí, la verdad es que me gustó lo que vi en Louga. Habrá que volver para el festival. Las lluvias se supone que empiezan en mayo, y para entonces ya espero estar establecido en Casamance y con Safír bien guardadito bajo su funda. Abrazos, y gracias

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  5. amalvinus dijo:

    Salud viajero!
    Parece que le estas cogiendo el gusto a esto de escribir. Estupendo! Cada vez me gustan mas los relatos, pues ahora pintas con mucha variedad y colorido.
    Estoy contigo Ivan. Puede que el hijo de Baye Fall sea feliz y no conformista ¿porque pensar que no? A lo mejor no necesita nada mas. Todo depende del punto de vista. Quizás pueda estar influenciado por el desconocimiento, pero ¿realmente eso importa? Siempre que se tengan cubiertas las necesidades básicas comida, casa y algo de cultura ¿para que hace falta el resto? Habría que pensar si nos pasamos la vida persiguiendo ¿qué?
    Hoy he visto una película en la que una mujer de unos cuarenta años se planteaba continuar el resto de su vida desprendiéndose de las cosas que había acumulado los cuarenta años anteriores.
    Beeeeezotez gogdoz

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    • ¡Hola! Es cierto que me está gustando mucho escribir, para mí es un placer y un momento de descanso cada vez que me siento a contaros lo que descubro. Incluso en estos días, que lo hago con menos ganas por el sueño que tengo (es lo que tiene dormir cerca de una mezquita donde los almuédanos que dirigen la oración de las seis de la mañana parecen haberse entrenado con expertos torturadores especializados en privación del sueño).
      Y respecto a lo otro que dices, cada vez pienso más que la vida consiste en vivir, sencillamente, y que pasársela persiguiendo algo no nos va a hacer más felices.
      ¡Un abrazo muy fuerte!

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  6. Me ha encantado el inicio de este post recordando aquellos momentos de tu niñez. La verdad es que no tenía ni idea de esa afición al rally París-Dakar.Me gustaría recordar muchos más momentos de cuando vivíamos todos juntos en aquella casa, he olvidado muchísimas cosas y me da pena.

    Estoy totalmente de acuerdo con Nines, yo tambien creo que allì , con cuatro cosas básicas , hay gente que puede sentirse feliz. Incluso pienso que el hijo de Baye Fall quizás sea más feliz que algunas personas aquí con todo tipo de lujos. Puede que él , pese a sus carencias, sepa vivir y disfrutar de lo poco que tiene, lo cual nos sorprende porque con todo nuestros bienestar a veces casi no sabemos vivir ni valorar lo que tenemos.

    Parece que Dakar es una ciudad supertranquila y silenciosa….pero veo que te manejas perfectamente entre todo ese caos, sus camiones, gente, ruidos,carretas, cabras y demás. Antes de que vuelvas meteremos alguna cabra en el patio de mamá para que no eches de menos aquello.

    Cada vez que leo uno de tus relatos me dan ganas de coger un avión y continuar este viaje allí contigo, cada día me gusta más( Aunque creo que yo tendría que ir en coche, camión o autobús y esperarte en cada parada).

    Espero que disfrutes de tu estancia en Dakar y que Suleiman te enseñe muchas cosas.

    Cuidate como siempre , te quiero!!!

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    • A mí también me gustaría recordar más cosas de aquellos años, igual podríamos juntarnos todos un día y que cada uno aporte sus recuerdos, y reuniendo los de todos podemos hacer un bonito retrato…
      Lo de la cabra no lo digas dos veces, que te obligo a cumplirlo. Leche fresca de cabra cada mañana, hmmm…
      Si quieres seguir el viaje conmigo, tendrás que darte prisa, me queda solo una semana de bici!
      Muchos besos, yo también te quiero

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  7. monica dijo:

    Hola. Cada nueva historia que cuentasme gusta más y te leo más contento, no se si serán imaginaciones mías o es real.
    No veo a tu madre con una cabra en el patio, creo que con las siete que ha tenido ya tiene bastantes cabras en su vida.
    Lo de que la gente puede vivir con lo básico pues si, si no conoces otra cosa, pero no creo q sea el caso de la mayoría de gente que vive alli. Alguno habrá que sea más conformista pero serán los menos O no les queda otra.
    Animo tubaap! que ya te queda ná y menos. Sigue disfrutando y aprendiendo de todos como hasta ahora. Muchos besos. Te quiero

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    • ¡Hola! ¡Jooooooo, pero yo quiero una cabra!
      Veo que hemos abierto un buen debate con lo de la pobreza, el conformismo y la felicidad de la gente de aquí. Como siempre, no se puede generalizar, uno puede encontrarse personas en todo tipo de situaciones. Y hay que distinguir entre verdadera pobreza, que sí, que por desgracia aquí afecta a muchísima gente, y saber vivir con poco, siempre que las necesidades básicas estén cubiertas. Pero no me enrollo más con eso ahora, que esto da para horas y horas de discusión.
      ¡Gracias por los ánimos! A lo mejor dentro de una semana y pico ya os estoy describiendo el sitio donde me quedo a vivir cinco o seis semanas. Deséame suerte. ¡Un besazo! Te quiero

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  8. carlos dijo:

    Hola amiguete.

    Con tus relatos, me dan ganas de dejarlo todo y marcharme contigo.

    Lo malo es que ya no voy teniendo edad para dormir en el suelo…

    Por mis numerosos viajes a lo largo y ancho de este mundo… vale, han sido cuatro, pero han dado mucho de si… lo que he descubierto es que la gente más feliz es la que menos tiene.

    Las sonrisas más bonitas de los niños las he encontrado en los países más pobres.

    Se vuelven infelices cuando conocen lo que tenemos y lo desean.

    Pero sólo ven la parte bonita, no que somos esclavos de nuestras pertenencias y que para conseguirlas trabajamos como imbéciles sin tiempo para nada, cuando el verdadero valor es el tiempo.

    Tiempo para pensar, leer, escuchar, charlar, viajar, compartir, hablar cara a cara con los amigos y no con el whatsapp, ese es el verdadero lujo.

    Esta magnífica película (rodada creo que en Senegal por Javier Fesser, se plasma este pensamiento.

    Cuando estuvimos en Senegal vimos que las bolsas de pobreza se daban sólo en las ciudades.

    En las pequeñas poblaciones, se cuidan unos de otros como una gran familia y nadie pasa hambre.

    Una vez que tenemos cubiertas nuestras necesidades básicas, el resto es superfluo.

    No estoy en contra de la tecnología ni de la evolución, todo lo contrario, pero el modelo que tenemos implantado hay que cambiarlo, no podemos crear máquinas para quitar puestos de trabajo. Hay que crear máquinas para trabajar menos.

    Y ya no doy más la chapa que los fascistas capitalistas consumistas me van a coger manía… :-)

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    • Creo que yo tengo un poco de ese niño tubaap que el padre quiere adoptar para que aprenda de su forma de vivir y luego lleve ese conocimiento de vuelta al mundo de los tubaap… de hecho, voy muy cerquita del lugar donde transcurre la historia, a la provincia vecina. A ver si cuando vuelva he aprendido algo de los pájaros y puedo tener lo mejor del norte y lo mejor del sur…
      Gracias por compartir el corto, me ha emocionado.
      Yo, por mi parte, creo que la gente más feliz es la que tiene lo que necesita y ha sabido no aferrarse a nada de lo que le sobra, sea mucho o poco. Mientras no se sufra la pobreza que te desespera de hambre, de frío, de dolor y de miedo, puedes ser tan feliz con un millón de euros como con la vida del más sencillo de los campesinos; lo importante es la actitud ante la vida. Y eso es algo que deberíamos volver a aprender donde parecemos haberlo olvidado (y me incluyo).
      Te mando un buen abrazo

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